Catequistas a ejemplo de la Virgen María
María,
Nuestra madre, ha sido primera en muchos acontecimientos de la vida de
Jesucristo, en la historia de la iglesia en nuestra vida diocesana, personal,
familiar y labor catequética. Comparto
así con Ustedes un fragmento de la homilía de Papa Francisco del 11 de
Diciembre de 2016 donde confronta nuestra realidad a la luz y ejemplo de María
y nos invita a luchar porque el Evangelio sea conocido y vivenciado.
En María tenemos el fiel reflejo «no (de) una fe poéticamente edulcorada,
sino (de) una fe recia sobre todo en una época en la que se quiebran los dulces
encantos de las cosas y las contradicciones entran en conflicto por doquier».
Ciertamente tendremos que aprender de esa fe recia y servicial que ha
caracterizado y caracteriza a nuestra Madre; aprender de esa fe que sabe
meterse dentro de la historia para ser sal y luz en nuestras vidas y en la
sociedad.
La sociedad que estamos construyendo para nuestros hijos está cada vez más
marcada por signos de la división y fragmentación, dejando «fuera de juego» a
muchos, especialmente a aquellos a los que se les hace difícil alcanzar los
mínimos para llevar adelante su vida con dignidad.
Una sociedad que le gusta jactarse de sus avances científicos y
tecnológicos, pero que se ha vuelto cegatona e insensible frente a miles de
rostros que se van quedando por el camino, excluidos por el orgullo que ciega
de unos pocos. Una sociedad que termina instalando una cultura de la
desilusión, el desencanto y la frustración en muchísimos de nuestros hermanos;
e inclusive, de angustia en otros tantos porque experimentan las dificultades
que tienen que enfrentar para no quedarse fuera del camino.
Pareciera que, sin darnos cuenta, nos hemos acostumbrado a vivir en la
«sociedad de la desconfianza» con todo lo que esto supone para nuestro presente
y especialmente para nuestro futuro; desconfianza que poco a poco va generando
estados de desidia y dispersión.
Qué difícil es presumir de la sociedad del bienestar cuando vemos que
nuestro querido continente americano se ha acostumbrado a ver a miles y miles
de niños y jóvenes en situación de calle que mendigan y duermen en las
estaciones de trenes, del subte o donde encuentren lugar.
Niños y jóvenes explotados en trabajos clandestinos u obligados a conseguir
alguna moneda en el cruce de las avenidas limpiando los parabrisas de nuestros
autos..., y sienten que en el «tren de la vida» no hay lugar para ellos.
Cuántas familias van quedando marcadas por el dolor al ver a sus hijos víctimas
de los mercaderes de la muerte.
Qué duro es ver cómo hemos normalizado la exclusión de nuestros ancianos
obligándolos a vivir en la soledad, simplemente porque no generan
productividad; o ver –como bien supieron decir los obispos en Aparecida–, «la situación
precaria que afecta la dignidad de muchas mujeres. Algunas, desde niñas y
adolescentes, son sometidas a múltiples formas de violencia dentro y fuera de
casa»
Son situaciones que nos pueden paralizar, que pueden poner en duda nuestra
fe y especialmente nuestra esperanza, nuestra manera de mirar y encarar el
futuro.
Frente a todas estas situaciones, así y todo, tenemos que aprender de esa fe
recia y servicial que ha caracterizado y caracteriza a nuestra Madre.
Celebrar a María es, en primer lugar, hacer memoria de la madre, hacer
memoria de que no somos ni seremos nunca un pueblo huérfano. ¡Tenemos Madre! Y
donde está la madre hay siempre presencia y sabor a hogar. Donde está la madre,
los hermanos se podrán pelear pero siempre triunfará el sentido de unidad.
Donde está la madre, no faltará la lucha a favor de la fraternidad.
Siempre me ha impresionado ver, en distintos pueblos de América Latina, esas
madres luchadoras que, a menudo ellas solas, logran sacar adelante a sus hijos.
Así es María con nosotros, somos sus hijos: Mujer luchadora frente a la
sociedad de la desconfianza y de la ceguera, frente a la sociedad de la desidia
y la dispersión; Mujer que lucha para potenciar la alegría del Evangelio. Lucha
para darle «carne» al Evangelio.
Mirar la Guadalupana es recordar que la visita del Señor pasa siempre por
medio de aquellos que logran «hacer carne» su Palabra, que buscan encarnar la
vida de Dios en sus entrañas, volviéndose signos vivos de su misericordia.
Celebrar la memoria de María es afirmar contra todo pronóstico que «en el
corazón y en la vida de nuestros pueblos late un fuerte sentido de esperanza,
no obstante las condiciones de vida que parecen ofuscar toda esperanza». María,
porque creyó, amó; porque es sierva del Señor y sierva de sus hermanos.
Celebrar la memoria de María es celebrar que nosotros, al igual que ella,
estamos invitados a salir e ir al encuentro de los demás con su misma mirada,
con sus mismas entrañas de misericordia, con sus mismos gestos.
Contemplarla es sentir la fuerte invitación a imitar su fe. Su presencia nos
lleva a la reconciliación, dándonos fuerza para generar lazos en nuestra
bendita tierra latinoamericana, diciéndole «sí» a la vida y «no» a todo tipo de
indiferencia, de exclusión, de descarte de pueblos o personas.
No tengamos miedo de salir a mirar a los demás con su misma mirada. Una
mirada que nos hace hermanos. Lo hacemos porque, al igual que Juan Diego,
sabemos que aquí está nuestra madre, sabemos que estamos bajo su sombra y su
resguardo, que es la fuente de nuestra alegría, que estamos en el cruce de sus
brazos.
Danos la paz y el trigo, Señora y niña nuestra, una patria que sume hogar,
templo y escuela, un pan que alcance a todos y una fe que se encienda por tus
manos unidas y por tus ojos de estrella. Amén.